martes, 3 de febrero de 2009

La tierra se autorregula.

La Tierra se autorregula

En su libro, "Las edades de Gaia," Lovelock nos cuenta que en el Arcaico (período más antiguo del Precámbrico) la atmósfera terrestre carecía de oxígeno (O2) y que éste comenzó a acumularse a partir de la aparición de los primeros microorganismos que comenzaron a sintetizarlo con la ayuda de la luz del sol (fotosíntesis).

El oxígeno era un tóxico letal para la vida que, en ese entonces, predominaba en el planeta. Ello constituyó, sin dudas, una real catástrofe ecológica. Hoy la biota anaeróbica se refugia en lugares, tan recónditos como nuestro intestino, donde el gas deletéreo no la alcance

Con el tiempo la cantidad de oxígeno llegó a constituir el 21% del aire que respiramos. La tierra se recompuso de aquella hecatombe. Y, en su evolu-ción, llegó a nuestros días con el hombre como parte de la biota actual.

Nuestro planeta ha sorteado muchos acontecimientos de dimensiones apo-calípticas, ha sobrevivido, se ha transformado, ha evolucionado.

Más allá de la validez que tuviera la teoría de Gaia, cuando afirma que la tierra es un organismo vivo, homeostático, lo cierto es que la tierra ha sido eficaz en regular la composición del aire desde hace mucho tiempo atrás hasta el presente. Incluso la cantidad de CO2 (dióxido de carbono) oscila a lo largo del año en resonancia con la variación estacional de la biomasa (disminuye en primavera-verano y crece en invierno).

A pesar del ataque desaforado contra la industria, de algunos grupos ecointegristas, ha sido la actividad agrícola-ganadera la que ha producido los mayores cambios en la superficie terrestre. Enormes modificaciones, que Gaia ha sabido asimilar admirablemente.

En estos días, el eucalipto es acusado de exótico invasor de nuestras tierras. Sin embargo, los Torquemada del ecologismo integrista parecen ignorar que el trigo, la soja (un auténtico monocultivo), la papa y el maíz (ambos del altiplano), el arroz, la caña de azúcar, la alfalfa, las vides, las vacas, las ovejas (incluido el corderito patagó-nico), los cerdos, las gallinas, entre otros, son todos especimenes exóticos que han modificado profundamente el paisaje. Si fueran consecuentes con su propia irracional intolerancia deberían quemar arrozales en Entre Rios o trigales en Uruguay o sacrificar cerdos y vacas en ambas orillas.

Ocurre que, toda esa pléyade de invasores exóticos, son considerados, actualmente, parte del paisaje natural, como los montes de eucaliptos de la pampa húmeda. ¡Afortunadamente, la Pampa hoy no sólo tiene el ombú!

En definitiva, la tierra posee una gran capacidad para amortiguar perturbaciones externas (el choque con un meteorito) o perturbaciones internas (la explosión del volcán Krakatoa o la lluvia ácida en algunas regiones muy industrializadas, o la sustitución de los pastizales pampeanos por el ondulante y aúreo mar de trigo). Es cierto que si la perturbación fuera muy grande podría no ser amortiguada y sería, entonces, capaz de empujarnos hacia un nuevo estado estacionario.

Lo dicho en los párrafos anteriores nos provee argumentos que, en principio, permiten extraer un criterio para definir la contaminación. Así, diremos que la actividad humana contamina cuando sus excreciones no son amorti-zables por el ambiente.

En relación a los cambios que tienen origen en su actividad, el hombre puede y debe hacer lo posible por morige-rar sus efectos. No tanto, porque la naturaleza no pueda con ellos, sino porqué el hombre, en algunas regiones, no podría soportarlo.

Hasta el presente su capacidad para modificar la naturaleza, la cual creció exponencialmente a partir de la revolución industrial, le ha permitido multiplicarse hasta ser la especie dominante.

En la figura puede verse como ha crecido la población mundial entre el año 1200 y el 2000. Y el efecto que tuvo la revolución industrial desde mediados del siglo XVIII. Ello significó la invasión del planeta por más de 6000 millones de almas.




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